La presunta culpabilidad del general Cienfuegos se sustentó, antes que nada, en dudosos testimonios de soplones y en tareas de espionaje poco concluyentes en términos estrictamente jurídicos. De pronto, nada de eso cuenta y las autoridades de la justicia estadunidense desestiman los cargos que llevaron a su arresto y encarcelamiento. No se ha dictado formalmente su inocencia, sin embargo, sino que al hombre lo van a trasladar como un detenido para que sea juzgado aquí… ¡por unos delitos que ya no se están persiguiendo allá!
¿Entienden ustedes algo de todo esto, amables lectores? Digo, las investigaciones que llevaron a configurar la acusación por la que fue aprehendido en Los Ángeles las habían iniciado a escondidas los sabuesos de la DEA y los agentes del departamento de Justicia de Estados Unidos de América. Nadie, en Estados Unidos (mexicanos), supo absolutamente nada hasta que el antiguo secretario de la Defensa Nacional terminó apareciendo como un delincuente, para gran regocijo de los prosélitos de la 4T.
En un primer momento, el propio jefe del Ejecutivo de esta nación se sumó al coro de eufóricas condenas y hasta amenazó con emprender una cacería de militares: todos aquellos que hubieren tenido alguna relación con Cienfuegos serían purgados. Luego, cambiaron los papeles: la encomiable operación justiciera de las autoridades estadunidenses —una gran revancha, otra más, en la lucha contra los malignos emisarios del neoliberalismo— se trasmutó en un agravio a México porque el hecho de que no nos hubieran avisado nos despojó súbitamente de la condición de socios confiables que creíamos merecer y nos colocó, ay mamá, en el campo de los apestados con los que no se puede siquiera compartir un secreto.
Al final, la justicia se trastocó en diplomacia, o sea, que las formas comenzaron a predominar sobre el fondo (si es que ha habido algún fondo en parecido sainete): se alaban universalmente las diligencias de un Marcelo Ebrard que, según parece, logró revertir la embestida de los fiscales yanquis. Ah, y a la carrera de relevos se suma muy oportunamente Alejandro Gertz, el supremo acusador de la justicia mexicana, a quien se le confía ahora la misión de acabar con el general. Sigamos, atónitos, presenciando el espectáculo.