A diferencia de otras entidades, Guadalajara se ha caracterizado, y no me pregunte por qué, por requerir de intensos, y a veces violentos puntos de inflexión para desarrollar su vida social y cultural. Y en este tenor hay un suceso, que tal vez en menor medida, se sumó a estas inflexiones culturales; el cual, vale decirlo, este noviembre cumple veinte años de acontecido.
Sí querido lector, me refiero a aquel estruendoso y caótico “Primer Abierto de Surf Punta Pérula 2000”, en el que tuve la oportunidad de participar como uno de los organizadores y al que miles de tapatíos asistieron.
Si usted estuvo presente en ese evento, sabrá de lo que hablo y tendrá su recuerdo y su muy respetable opinión. Pero si no fue, permítame contarle sobre el intenso y divertido caos del suceso más comentado por los lectores de los periódicos durante ese año. Traducción: fue Trending Topic no virtual por meses.
Sucedió entonces que el “Primer Abierto de Surf Punta Pérula 2000” lo organizamos seis o siete inexpertas e inocentes jóvenes personas, de esas que pensábamos que con las puras ganas se pueden hacer bien las cosas y pues ¡oh calamidad!, ¿surf en Pérula? ¿Donde las olas de pequeñas hacen reír a los niños de dos años? Pues así fue, contra todo, ahí lo armamos.
Y la hecatombe inició. Varios días antes de la fecha, comenzaron a llegar a aquella localidad cientos de automóviles repletos de jóvenes en búsqueda de diversión. Habíamos programado recibir un máximo de mil quinientas personas, pero 11 mil almas se dieron cita el primer día (conteo oficial de protección civil) luego el doble para los dos días siguientes ¿Y cómo prohibir la entrada de 20 mil personas a un pueblo de setecientos habitantes?
El caos había iniciado. Cualquier película de Pasolini o un Sodoma y Gomorra eran, en comparación con Pérula, un jardín de niños con niñotes bien portados. La muchedumbre se enfiestó, se enojó y se contentó hasta que se cansó. La invasión de tapatíos (y otros agregados) arrasó con todo lo que había en el pueblo y en pueblos cercanos. Las cervezas y los gansitos se vendieron a precios de oro.
Ante tal tumulto, los dueños de las ramadas del pueblo brincaban de contentos, mientras que algunos practicantes del deporte sobre la ola se fueron indignados y buscaron otras playas con soledad y marea digna.
Al final, en el lugar se divirtió quien quiso divertirse, agarró quien quiso agarrar y se indignó quien estaba acostumbrado a indignarse. Y estoy cierto, que el suceso se sumó a los eventos que incidieron en la evolución sociocultural tapatía, y si no me cree, revise usted las decenas de festivales playeros que se le sucedieron. Aclaro, escribo mis recuerdos del acontecimiento, no como descargo, lo hago únicamente con el afán de conservar la memoria de lo que una vez pasó en esta noble y jericayera entidad.