La muerte de Diego Armando Maradona, entre otras muchas cosas, hizo que volviera a circular aquella célebre reseña que Eduardo Galeano hizo del astro argentino en su programa de televisión Los días de Galeano.
Sus hinchas veneraron, y venerarán, a “un Dios sucio que se nos parece: mujeriego, parlanchín, borrachín, tragón, irresponsable, mentiroso, fanfarrón”. Nadie sale de la villa y toca la gloria sin embarrarse.
Por eso, como dice Galeano, a la hora del adiós a las canchas, Maradona “no pudo volver a la anónima multitud de la que provenía. La exitoína es una droga muchísimo más devastadora que la cocaína”. Nunca superó su dependencia a ella.
Y como sucede con los dioses sucios, sus feligreses, siempre le perdonaron todo. Excesos, miserias, mentiras, su soberbia debilidad revoloteando en sus aires de grandeza. Diego era Diego.
Un fenómeno similar veo en torno a la figura de López Obrador. Entre más sean sus excesos, torpezas, mentiras, soberbia, contradicciones y errores, más aumenta la fe de sus adoradores. No importa lo que haga, deshaga o destruya, la fanática idolatría de sus seguidores se sigue reflejando en las encuestas. Un don reservado para los dioses.
El problema es que la exitoína, además de dependencias enfermizas, nubla el juicio y distorsiona la realidad. En el caso de Maradona, mientras la hinchada lo vitoreara, ¡qué más da que el gol lo hubiese metido con la mano! En el caso de AMLO, mientras los morenistas lo celebren, ¡qué más da que el avión de la rifa no se hubiera rifado, la refinería inundado o en el supuesto nuevo aeropuerto esté un cerro atravesado! Los dioses sucios pueden darse ese lujo, que para eso son dioses.
Y así como a Diego y Andrés Manuel los iguala su intensidad, pasión, carisma y tenacidad terca, los diferencia un hecho difícilmente objetable: Diego llevó varias veces a la selección argentina, y a la Argentina misma, a tocar la gloria. Andrés Manuel, casi a la mitad del partido, nos tiene arrinconados en lado más oscuro de la cancha.