Poco después del mundial del 78, en 1979, supe que la selección juvenil argentina tenía un jugador extraordinario, un tal Diego Maradona.
En aquel momento la información fluía lentamente o al menos con una velocidad muy distinta a la actual, pero poco a poco fueron llegando más noticias.
Maradona llevó a los argentinos a ganar el mundial juvenil en Japón y tras eso comenzaron a cundir las repeticiones de su desempeño en las canchas.
Era evidente lo que permaneció siendo evidente durante varios años: Maradona era distinto, pero no distinto a la manera de tantos distintos relativamente ordinarios: el gambetero, el buen filtrador de pases, el buen tirador de penales… Maradona no sólo era distinto a los 21 jugadores que participaban junto a él en cualquier cancha, sino distinto a los millones de jugadores amateurs y profesionales del mundo entero.
El suyo parecía un cuerpo perfectamente articulado para la práctica del futbol, de suerte que todos sus movimientos eran los óptimos en cualquier acción dentro de la cancha.
Hasta el toque de balón menos comprometedor tenía en su caso algo de mágico y perfecto, como si ese toque se enriqueciera apenas lo tramitaba el cuerpo de aquel 10 inaudito.
Claudio Borghi, quien alguna vez jugó con él, dijo que Maradona pensaba muy rápido. Cierto.
En un deporte en el que la rapidez, los reflejos y la intuición son fundamentales, una milésima de segundo de anticipación hace la diferencia.
Maradona, en efecto, antes de recibir el balón siempre tenía ya dibujada en la cabeza su jugada. Esto, sin embargo, no es suficiente para ser lo que Maradona fue.
La jugada primero era pensada y de inmediato, sin solución de continuidad, ejecutada a la perfección, de suerte que los rivales y hasta sus mismos compañeros parecían jugar siempre en otra dimensión, una dimensión lenta e imperfecta.
El problema con otros jugadores es que no piensan tan rápido, y aunque lo hagan, no ejecutan con solvencia lo que pensaron, y en Maradona se dio esa feliz y recurrente coincidencia entre la concepción de la jugada y la ejecución impecable, todo casi al mismo tiempo, con una mecánica corporal sin tacha, inventiva, que parecía natural, pero era portentosa y por ello única.
El don futbolístico de Maradona iba acompañado, además, de un carácter peculiar, también indispensable para ser un líder dentro de la cancha.
No se arrugaba ante las patadas, encaraba a quien lo acosaba con malas artes y ponía el pecho a las balas para ayudar a sus compañeros como lo que era, el jefe de todos.
Por eso, y pese a que el futbol que le tocó no protegía al jugador con técnica, lo bañaban de patadas, le rompían los tobillos y las rodillas, y él seguía de pie, luchando por ganar.
Hace 25 días, el 30 de octubre, cuando Maradona llegó a sesenta años, Óscar Ruggieri dijo algo muy cierto:
que le hubiera gustado, como a cualquiera, ser Maradona dentro de la cancha, pero no fuera, pues la vida de Diego era invivible por los grados extremos de acoso público a los que fue sometido las 24 horas del día, por la anulación absoluta de la privacidad y todo lo que esto significa para el equilibrio mental.
Tuvo razón: sólo se puede saber lo que implica la terrible vida de Maradona-fuera-de-la-cancha si se es Maradona-fuera-de-la-cancha.
Borges, otro inmortal, escribió en un poema sobre la ciudad donde nació:
“A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Sobre el 10 puedo pensar algo semejante: a mí se me hace cuento que murió Maradona.
Desde ya lo juzgo tan eterno como el agua y el aire.