Esta Navidad será diferente, sin duda. Por lo menos para aquellos que decidan adoptar las recomendaciones de los distintos gobiernos en materia de precaución sanitaria. Para los que no quieran atender las medidas, como parece ser el caso en muchos lugares de México, la Navidad será la misma, pero solo en apariencia. Porque el número de contagios aumentará entre aquellos que, indolentes ante el riesgo propio y el dolor de los otros, seguirán festejando en grupos grandes y multitudes. Y no les preocupará tampoco ni contagiar a muchos, ni que mueran más de los 120 mil que ya llevamos.
Se supone que la pandemia debía habernos empujado a un tipo de convivencia distinta, sobre todo en estas fechas. Se supone que la Navidad podía recuperarse como una fecha no solo en su sentido estrictamente religioso, sino como una oportunidad para fortalecer los lazos familiares, aunque fuesen mediante videoconferencias. Pero a juzgar por la cantidad de gente en las calles, en los comercios y en los antros, la resistencia de los valores mercantilistas y consumistas sigue prevaleciendo. Son los signos de los tiempos; ni en los peores momentos, ni cuando las condiciones están dadas para ello, la gente parece estar centrada en el adviento, es decir en el tiempo de preparación espiritual para la celebración del nacimiento de Cristo.
Los tiempos, hay que admitirlo, son otros y no solo en México. El impulso individualista y el consumismo motivado, el afán de diversión exteriorizada, de la vivencia material, se unen al desdén del peligro y al desinterés por la comunidad. Uno tiene la tentación de cargarle toda la responsabilidad al gobierno o a los gobiernos en turno y es cierto que muchos funcionarios públicos y políticos de todas las especies han tenido una falta de liderazgo impresionante; no basta estar en un puesto para saber conducir a la gente y generar comportamientos solidarios.
La incapacidad para lograr que la población se discipline ha sido muy evidente en el caso mexicano. Y ciertamente, sin ejemplos a seguir, sin modelos de comportamiento que vengan de arriba, sin esfuerzos claros y concertados para alcanzar objetivos comunes, es imposible lograr cualquier objetivo político y social. Sin embargo, a la falta de liderazgo, hay que agregar que el pueblo parece no tener la menor intención de obedecer consigna alguna. La división social, la falta de educación cívica, la desigualdad profunda, tiene sus costos.
Uno le puede echar la culpa al neoliberalismo, al comunismo, al cristianismo, o a cualquier filosofía de la vida. Lo cierto es que no hemos aprendido a tener la mínima empatía con el otro. Estamos viviendo en una sociedad donde prevalece un egoísmo profundo. Y esta Navidad no parece que hará la diferencia. Ni siquiera porque estamos todos más o menos obligados a tener un confinamiento y a centrarnos en nuestras familias, en nuestros cercanos. A pesar de su impacto, este virus tan mortal no nos ha hecho repensar las cosas.
Nos acostumbramos tanto a la muerte, que apenas somos capaces de pensar que podía ser evitable, al menos en estas cantidades. Es momento de darle la vuelta a todo eso.