Confucio afirmaba que si los conceptos no son correctos, las palabras no son correctas; que si estas no lo son, las cosas no se comprenden y los asuntos no se realizan. Una de las ilusiones más nocivas de la época es aquello que consideramos información: una larga secuencia de datos alrededor de un abismo de profunda ignorancia. En las más antiguas doctrinas toda realización humana comienza con el conocimiento, porque en la ignorancia solo hay sufrimiento y esclavitud. De ahí el logro ancestralmente buscado para superar la existencia como un crudo equivalente del dolor. Los datos no suponen conocimiento, solo disfrazan una fragmentación. Conocimiento significa la vinculación entre el conocedor y lo conocido. Por ello la hermenéutica contemporánea ha debido incorporar la aplicación de lo que se discierne a las acciones necesarias de la interpretación y la comprensión. Lo enseñó Aristóteles: el ser es lo que conoce.
Nunca como ahora hemos estado informados, nunca como ahora hemos dejado de entender lo que pasa. Aunque se categorice como pensamiento paranoico, poderosos empeños y sistemas (unos pocos inevitables y otros muchos intencionales) han impuesto modelos de comportamiento, una mentalidad común de usuarios terminales de sí mismos, seres encerrados en la soledad y bajo su propia incertidumbre, los ahora nada más consumidores que antes fueron ciudadanos y personas. Sócrates se divertía en los mercados mirando las tantas cosas que no necesitaba. Hoy la gente sufre en ellos por no adquirir lo que supone necesario para su felicidad. Tal ha sido el entrenamiento masivo en nuestro ávido fervor descerebrado, en la colectivización compulsiva del deseo, pero nunca de su satisfacción. A dicho engaño solemos llamarlo democracia.
El fin de una época requiere una transformación radical antes de que la catástrofe la imponga: aprender otra forma de pensar.