Uno de los cimientos de la 4T ha sido la acumulación del poder en la Presidencia de la República. Al inicio de la gestión de AMLO tenía tres fuentes de poder considerables. La primera, la legitimidad producto de 30 millones de votos; la segunda, su credibilidad y capacidad comunicativa, asociadas a su figura de líder social que entendió los deseos de cambio de una buena parte de la sociedad. La tercera, las amplias facultades legales de Ejecutivo propias de un régimen presidencial.
A esas fuentes de poder, AMLO ha sumado: a) el control del Congreso; b) la sumisión de varios órganos antes autónomos vía nombramiento de incondicionales (la CRE y la CNDH destacadamente); c) nuevos poderes vía reformas legislativas que “legalizan” el uso discrecional y arbitrario de la justicia para sus fines políticos (reformas que han sido motivo de controversias constitucionales, como la congelación de cuentas sin sentencia judicial) o, d) le permiten un uso discrecional del presupuesto. Finalmente habría que sumar dos más: e) una actitud demasiado complaciente por parte del Poder Judicial (¿producto de la inadmisible extorsión sufrida por el ahora ex ministro Eduardo Medina Mora?). Y, f) cuando todos esos poderes no le han sido suficientes, López Obrador no ha dudado en actuar por encima de la ley; la revista Nexos ha documentado este último punto.
La gran paradoja de AMLO es que, pese al enorme poder que ha concentrado y ejercido, como ningún otro presidente mexicano en las últimas tres décadas, ha logrado muy poco en términos de una transformación positiva del país. Por más leyes y decretos que firma, decisiones que toma, amenazas que propala, promesas que hace y “otros datos” que presume, la realidad se le escapa y se le rebela una y otra vez. El caso es que tanto poder no ha podido con los problemas de México, los cuales crecen y se agravan (economía, pobreza, salud, seguridad, deterioro ambiental). Es más, ni siquiera la corrupción se ha controlado, menos terminado. Además, el efecto ha sido más bien negativo, pues la destrucción y debilitamiento de las instituciones públicas que posibilitan el buen gobierno ha sido monumental.
Otra consecuencia del ejercicio autoritario del poder ha sido inhibir –por la vía de la amenaza y el miedo y la cancelación/reducción de presupuestos— muchas capacidades de la sociedad para generar bienes sociales y públicos indispensables para la vida social, política y económica del país. La confianza empresarial, factor fundamental para la inversión y el crecimiento económico, está cada vez más disminuida; los centros del pensamiento y de producción científica y cultural están anímicos; la solidaridad social y la construcción de ciudadanía que producen la sociedad organizada encuentran cada vez más obstáculos desde el gobierno.
Así, el exceso de poder de AMLO no solo atenta contra los fundamentos de la democracia, ha sido el instrumento para destruir instituciones, atrofiar al gobierno, inhibir a la sociedad y empeorar los problemas del país.
La única fuente de poder que sí ha generado el efecto deseado por él es su credibilidad y su capacidad comunicativa, de ahí su aprobación social elevada. Ese poder es el que debe neutralizarse para, en las elecciones de junio próximo, reducirle el resto.