Todos hemos sentido desesperanza: el vacío del futuro. Sabemos que el inicio de año trae consigo, siempre, un renovado ánimo para cambiar las cosas que hemos hecho mal en el pasado. Honestamente, ese exceso de buena vibra es irritante, ya sea porque muchas veces resulta impostado, ya sea porque conocemos de lo que somos capaces: todxs tenemos un precio, todxs bebemos del agua que juramos jamás acercar a nuestros labios.
El 2020 nos ha enseñado lo vulnerables que somos y lo nada indispensable que nuestra especie es para el mundo: creemos que aportarle conciencia al universo basta para elevarnos sobre otras formas de vida, y que invertir millones para rescatar pandas o vaquitas marinas nos da cierto derecho de explotación: damos por hecho que nuestra existencia causa daños colaterales, como si fuera lo mismo talar un bosque entero que el rastro de sangre que deja la cacería de la leona.
En fin: igual es inocente querer escapar a esa dinámica y, digamos, estrellar nuestros celulares contra la pared o desgarrarnos las ropas nomás porque sabemos que son producto de la explotación infantil en países subdesarrollados. Supongo que hay dilemas insalvables exclusivos de nuestra especie. Pero, a pesar de todo, de las enseñanzas del 2020 y hasta de nosxtrxs mismxs, de verdad creo que este es un momento propicio para la esperanza.
Esperemos, pues, que la solución a la pandemia no nos quede grande (¿es mucho pedir que seamos justxs?), y que sepamos sortear a quienes saldrán a pedir laureles cuando lxs únicxs que los merecen son quienes batallan contra lo inevitable y la negligencia desde los hospitales.
Feliz 2021, porque tenemos derecho a buscar la felicidad, a pesar de todo.
@eljalf