Cuando la gente termina por darse cuenta, ya es demasiado tarde. Lo que había en un primer momento era la fascinación por el hombre fuerte, el duro, el que tenía las agallas para hacer las cosas y enfrentarse por sus fueros al “sistema”. Justamente, el repudio al orden establecido es la materia prima de que se sirven los caudillos para engatusar a las masas: al exhibir abiertamente su desprecio a la normalidad vigente no solo se conectan con los ciudadanos descontentos, sino que atizan su rabia. Es algo calculado, desde luego, una estrategia para rentabilizar el resentimiento y dirigirlo hacia la edificación de un paraíso terrenal hecho de igualdad, justicia social y bienestar, una vez tramitadas las correspondientes represalias, desde el fusilamiento de opositores —en los casos más extremos—, hasta el justiciero encarcelamiento de los antiguos responsables políticos pretextando que se está limpiando la casa.
No es una hermosa utopía lo que llega, sin embargo, sino un mundo de libertades reducidas en el que el primerísimo mandamiento es glorificar la figura del supremo jefe. Uno pensaría que las señales de alerta estaban encendidas ya desde el mero comienzo de la gran cruzada —el descomunal egocentrismo del personaje principal, para empezar; su desaforado protagonismo; y, pues sí, la consecuente estrategia de acoso y derribo de las instituciones para consolidar su poder personal (de eso va todo, señoras y señores, de eso se trata, de mandar y de ser ciegamente obedecido)—, pero el pueblo, esperanzado (y con deseos de venganza), responde acrítica e irresponsablemente a las voces del líder. Se instaura así un modelo en el que los primerísimos que salen perdiendo son precisamente aquellos a los que se les prometían generosas bienaventuranzas porque el mandamás carece, antes que nada, de la más mínima empatía, centrado como está en la embelesada adoración de su propia persona y llevado, por ello mismo, a tomar las decisiones más descabelladas y perjudiciales.
Donald Trump es precisamente un sujeto de esa calaña y, de no ser porque le tocó un país donde rigen las leyes y las instituciones, se hubiera ya proclamado presidente perpetuo. Sus huestes respondieron a su discurso incendiario, es cierto. Pero, miren, de ahí no pasará la cosa.