¿Qué sentido tiene un psicólogo en un lugar como la cárcel de Piedras Negras?, ¿hasta dónde podría alguien analizar y ayudar al comportamiento humano en un sitio donde tantas personas eran secuestradas, torturadas, asesinadas e incineradas de manera clandestina?
Durante mi recorrido por la prisión fronteriza conocí al psicólogo de planta: un buen tipo que me contó la mecánica de su función, la cual consistía en entrevistar a cada uno de los internos recién llegados para realizar una primera valoración psicológica de ellos y trazar luego un tratamiento ad hoc para cada uno.
El respectivo tratamiento puede incluir terapias individuales, grupales y pláticas generales de orientación. A la mayoría de los reos les interesa seguir estos tratamientos por una poderosa razón: si reciben una valoración positiva de su psicólogo pueden apelar a una preliberación o una revisión parcial de su pena ante el juez.
Sin embargo, decenas de presos de aquí entraban y salían a diario a realizar diversas acciones delictivas, sin tener que pasar por ningún proceso de readaptación. Al contrario, este mismo espacio se volvió el lugar en donde llevaron a cabo nuevos y más atroces crímenes.
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Cuando visité la cárcel habían pasado unos cuantos años del autogobierno que montaron Los Zetas, mediante el cual no solo mandaban hacia el interior, sino que usaban estas instalaciones como un auténtico centro de operaciones delictivas para todo en el norte de Coahuila.
Algunos de los trabajadores penitenciarios que entrevisté habían laborado en aquella época en la que la banda secuestró, asesinó e incineró aquí a por lo menos 150 personas. Cuando les preguntaba al respecto, una respuesta habitual que me daban los empleados es que ellos no se metían en “cosas que no les correspondían”.
Sí, “cosas que no les correspondían”. Ese eufemismo −entendible en cierta parte por el riesgo que aún prevalece− escondía el horror de nombrar la lenta masacre que ocurrió aquí al lado de ellos.
Uno llegó a decirme: “Esta gente (Los Zetas), la verdad, siempre nos respetó. No se metían con nosotros ni nosotros con ellos. A ellos solo les importaban sus negocios y a nosotros los de nosotros. Y así fue como sobrevivimos. Había días en los que no podíamos entrar. Por seguridad no nos dejaban entrar ellos mismos. Al menos en lo personal yo no tuve un problema”.
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Pregunté al respecto también al psicólogo actual de la prisión.
—Y usted cómo psicólogo, ¿cómo hubiera podido hacer su valoración en esos momentos cuando un centro como este se aleja de un control institucional?
—Realmente sí es muy difícil. Por ejemplo, se pierde lo que es la esencia de lo que es el objetivo de nosotros como departamento, porque tendríamos que empezar a trabajar otro tipo de cosas. Ya no es el tratamiento, sino que los internos que están sufriendo esa problemática social sobrevivan a esto. Y se pierde totalmente el objetivo por el que están aquí, que es el lograr una readaptación a la sociedad.
—¿Y cómo ha sido ahora que el estado retomó el control de la cárcel?
—No, pues ya ha cambiado mucho, radicalmente. Las últimas administraciones nos han apoyado mucho a raíz de que se normalizó esto. Es totalmente diferente.
Mientras hablamos, tres jóvenes estudiantes de psicología llegan a la oficina dentro de la cárcel. Vienen a hacer su servicio social.
—¿Ellas podrían haber entrado en aquel periodo?
—Ni de chiste. Sobre todo porque corrían peligro. Por aquí no se paraba la humanidad.
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A lo largo de mi recorrido, un funcionario proveniente de Saltillo, capital de Coahuila, me acompaña. No es alguien del ámbito judicial sino político: viste de traje y corbata apretada pese al calor extremo.
Cuando toco cualquier tema de los asesinatos e incineraciones clandestinas que se cometieron en el interior del lugar, se pone alerta. Aunque no bloquea mi interacción con trabajadores y reos, está claro que su presencia en cierta forma inhibe sus testimonios.
Un poco harto, le pregunto de manera frontal su opinión sobre los hechos y me responde:
“Se rumoraban muchas cosas, pero a mí no me constan las cosas que ahorita están saliendo a la luz. A lo mejor en aquel entonces sí se llegaban a mencionar por parte de los internos pero era muy discreto. Desde entonces a la fecha hay unos internos que lo vivieron y te puedo decir que está como que olvidado. Ven ahorita otro ambiente. No te puedo decir que están a gusto, porque están privados de su libertad, pero están aprovechando toda la libertad que hay, entre comillas: todas las actividades que nosotros organizamos. Antes no se veía nada de eso. Y está olvidado totalmente. Ese tema ya no se toca”.
—Bueno, pero hay una investigación oficial en proceso −aclaro.
—Sí, pero como que aquí eso ya pasó: borrón y cuenta nueva.
—Comprendo, aunque para la sociedad es importante esclarecer lo que sucedió aquí. A eso vine, a tratar de entenderlo como periodista.
—Sí, sí… pero incluso ahora que hay mucha información en las noticias sobre los hechos, los propios internos que vivieron eso ya no quieren recordarlo.
—¿Pero no debería de recordarse esto y documentarse para que pueda esclarecerse el paradero de muchas personas desaparecidas, por ejemplo?
—Sí, sin duda, eso es lo que más nos importa, pero aquí la cárcel ya es otra, ya no es aquella misma.
—Lo sé, aunque varios de los internos actuales estuvieron en aquel tiempo…
—Sí, es probable, pero ahora ya todos andan bien…
Me doy cuenta que no tiene caso alargar la conversación, porque mientras yo busco entender algo, él tiene la función de ocultar.
Seguimos el recorrido y finalmente lograré entrevistar a un interno involucrado en aquellos hechos: El “V”, un preso que fue testigo —y quién sabe hasta dónde protagonista— del exterminio de personas que ocurrió en este lugar.
CONTINUARÁ…
El lugar donde se arrastran las serpientes/ capítulo VII, segunda temporada