La verdad de las cosas es que no siento que esté trabajando, hasta el momento en que pongo mi dedo índice en esa máquina detectora de huellas; cuando la maquinita “habla” y escucho “Ud.
ya ha sido registrado” es ahí donde comienza mi labor; camino 40 pasos hacia una escalera, después subo 28 escalones y de ahí por un pasillo me dirijo rumbo a la Terapia Intensiva; no sin antes dar un vistazo al departamento de cadáveres atiborrado que está a un costado, todos los inertes cuerpos embolsados de color café rata.
Mientras camino, pienso en cuantos pacientes me tocarán hoy; me hago ilusiones falsas al pensar que no estarán tan graves; pero apenas me acerco a unos pasos de la puerta de la Unidad de Cuidados intensivos, y escucho los pitidos de las alarmas de cada cubículo; ahora hay que prepararse para pasar visita; los veo desde lejos a través de un cristal, como un aparador que muestra diferentes enfermos afectados por COVID-19.
Cada vez que me visto para entrar a revisar a un paciente, siento las miradas de los demás médicos y enfermeras como si pareciera un desactivador de bombas en campo de guerra.
De hecho, ya fui tocado por una bomba, su estallido me mantuvo en cama con diarrea, tos, fiebre, dolores musculares espantosos durante una semana; después tuve que regresar al área operativa, nos llaman de primera línea en covid; no sé si porque somos los primeros en ver al paciente o los primeros en morir como médicos.
Cuando intubo un paciente, trato de no pensar; me visto y coloco unos protectores oculares, que no me dejan ver bien y me hacen difícil la intubación, uso cubre bocas especial, pero aun así puedo olfatear desde lejos, como un perro, el olor del moco o secreción lleno de virus; ya lo tengo pegado ese olor a mi nariz; también mi ropa, por más que se lava, está impregnada.
Cuando intubo a un enfermo, fugazmente viene a mi mente la idea esperanzadora de que pronto seré vacunado.
Hoy me notificaron que estaba en la lista, me dieron un código de acceso a la vacuna; fui, esperé en orden debido y con una alegría oculta en mi pecho; avanzo y, al momento de dar mi código, una persona con una voz de máquina registradora me dice: Doctor, no viene en la lista; Ud. no ha sido registrado.
En ese momento, mis piernas flaquean, y curiosamente me siento avergonzado, volteo a ver a los demás y me conecto a esta nueva realidad.
No reclamo porque me da pena, mi no existencia; es como si para “ellos” ¡ya estuviera muerto!