Si nunca usé una @ para circunscribir en una misma palabra a hombres y mujeres, mucho menos sustituiré ahora las correspondencias genéricas con una x o una e para demostrarle al mundo digital que he descubierto la inclusión. De las ventajas de haber crecido en medio de la nada, del privilegio de la soledad lagunera, es que no te afecta lo que piensen de ti tu familia chilanga, los regios o las nuevas generaciones. Mucho menos ahora que la vejez me respalda.
Con el lenguaje inclusivo es un pleito personal. Nada más. A pesar de sus buenas intenciones de hacer una sociedad más justa y solidaria con la neutralización de las personas e identidades mediante el uso de vocales andróginas, siempre que estoy dispuesto a darme en la madre con mis resistencias, me detengo en el hecho de que su escritura se confina una visible persuasión gentrificada. Leo y me dicen que la metamorfosis incluyente responde a la elasticidad del propio lenguaje en su slang cotidiano. Entiendo. Pero las mutaciones lingüísticas deben ser capaces de moverse en todas las direcciones, como dice Greg Prato en “Punk! Hardcore! Reggae! Pma!”, la biografía de los Bad Brains, acaso la primera banda de hardcore conformada por negros. Y no de un modo vertical. De arriba abajo, como intuyo sucede con la redacción inclusiva. Dice Prato que es como si los blancos vinieran a enseñarte cómo se debe gritar para que el punk cobre existencia y te escuchen. Paradójicamente, los ilustres de Bad Brains no son recordados como el peso histórico que se merecen. La mayoría de la gente de los barrios populares y periféricos no habla con la conciencia sofisticada del lenguaje incluyente que alberguen todas las posibilidades que existen en el dial entre los puntos de hombre y mujer. No van por la leche de Liconsa, no compran las tortillas ni las caguamas ni se contactan a las redes sociales de las estaciones de radio gruperas para enviar saludos a, todes, los de su casa. Ni las trans que cortan el cabello o coquetean con los choferes de microbuses afuera de los depósitos de cerveza hablan con esa inclusión castellana. Cuando son ellas de las principales poblaciones que pretenden visibilizar, y defender, el lenguaje sin género. Tampoco es que les quite el sueño. Se la pasan bien sobreviviendo. Defendiéndose de la discriminación de los sacerdotes de la colonia y las señoras chismosas a su manera. Con las groserías patriarcales de siempre.
Uno de mis problemas con el denominado lenguaje incluyente, además de su origen en las utopías sajonas de inspiración queer, es su codependencia a la validación cosmética. Me parece, el uso de la x y la e poco a poco han ido convirtiéndose en una cuota de solidaridad publicitaria. Como cuando la M de McDonald’s se asoma apoyando alguna fundación infantil.
Admito que puedo estar cegado por la opresión de la escritura tradicional que al menos permite juegos de lenguaje más lúdicos. Y mis prejuicios propios de un ranchero norteño. Repito, es un obtuso pleito mío. Y nada más. Ya estoy viejo para mejorar el mundo.
Por desgracia aún no estoy senil como para no darme cuenta que algunos de los nombres que se agarran de las greñas con las reglas de la RAE o reprenden mi tóxica falta de empatía con el lenguaje incluyente, han aparecido entre los organizadores de fiestas clandestinas en la Ciudad de México que celebran los desdoblamientos queers, las pasarelas no binarias y la diversidad sobre tacones. En fines de semana en que las sirenas de ambulancia son más recurrentes que el altavoz de los tamales oaxaqueños, donde el personal médico de la primera línea de batalla contra el covid-19 ya normalizó el colapso hospitalario, las filas en busca de tanques de oxígeno se extienden por kilómetros y los servicios funerarios han triplicado la carga de trabajo como si estuviéramos en guerra. Los flyers de dichas fiestas, bajo el nombre de los DJ más deconstruidos de la escena capitalina, anuncian que en la dirección secreta, a pesar de una localidad cerrada y casi sin ventilación, habrá todas las medidas necesarias para evitar la propagación del coronavirus. Obviando lo que sabemos hasta ahora sobre los espacios no cerrados y el comportamiento viral de los asintomáticos.
Así como en lenguaje incluyente me da igual, tampoco quiero caer en linchamientos huevones sobre el deber social en tiempos de pandemia. Supongo que todos hacemos lo que podamos en el margen de nuestra conciencia y consecuencias. Solo me llama la atención un poquito la noción de justicia social en los tenaces defensores del lenguaje incluyente que, al mismo tiempo, se unen a la producción de eventos clandestinos sabiendo que es un foco rojo de contagio con altas posibilidades de expansión por cada uno de los asistentes. Invisibilizando el funcionamiento del virus, aunque sea por una noche.
A veces siento que en lenguaje inclusivo se escribe con el mismo sentimiento de pecado con el que las señoras copetonas del Club Rotario de Torreón hacían actos de beneficencia en las iglesias ricachonas, como las del Campestre La Rosita mientras sus dobles vidas eran la comidilla de otros laguneros tristes y hambrientos de verlas tropezar con sus propios secretos.