En las peores noches del covid llega el miedo a la fiebre interminable, a la lectura del oxímetro, a los dolores de cabeza, a la ansiedad porque ya amanezca y con la luz del día llegue la esperanza de mejorar, justo cuando apenas se está a la mitad de la enfermedad provocada por este nuevo virus.
En esas circunstancias es vital tener un espacio grato donde sea posible estar confinado al menos dos semanas, un cuarto aislado del resto de la familia para evitar propagar el virus y esperar el resultado de ese combate cuerpo a cuerpo con el covid que, en muchos casos, termina en fatalidad.
El problema que tenemos en las ciudades de hoy en día es la escasez de esos espacios y las malas condiciones de la vivienda popular, aparte de su hacinamiento característico, que va en paralelo con la especulación inmobiliaria y la gentrificación por la que pasan las principales capitales de México y el mundo.
A la vivienda popular mal hecha habrá que cargar también una cuota por los contagios y hasta las muertes por el covid. Pasar las dos semanas enfermo de covid en un espacio hacinado, mal iluminado y ventilado, es una pesadilla.
La riqueza es relativa, dice Hans Magnus Enzensberger. En el pasado los ricos eran aquellos con acceso a las especies y a una abundante dieta calórica. Hoy en día, todo mundo puede tener sal y pimienta en su mesa, aparte de llenarla de calorías baratas. La riqueza debería incluir ahora espacio habitable de calidad e información para tener una dieta saludable.
Por eso es tan importante la vivienda popular y la paradoja es que los arquitectos poco voltean a verla. En contraste con los arquitectos estrella que han ganado múltiples premios, Fernanda Canales sí lo hace en su libro Estructuras compartidas – Espacios privados: Vivienda en México, donde revisa decenas de proyectos de vivienda colectiva a lo largo del siglo veinte en México. Ese panorama incluye grandes e interesantes ejercicios con O’Gorman, Pani, Barragán y Kalach, entre otros.
El entorno, nos dice Canales, es tan importante como la vivienda. La arquitectura tiene que pensarse no solo puertas adentro, sino hacia afuera para estudiar el impacto que tiene en la vida de todos.
Dos arquitectos ganadores del premio Pritzker de este año (el Nobel de Arquitectura) Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, sostienen una idea similar al priorizar a la gente más que a la espectacularidad. Su credo es: “Never demolish, never remove or replace, always add, transform, and reuse!”.
Cuando les encargaron remodelar una plaza de Bordeaux, Francia, en los ochenta, eligieron la opción impensable, no hacer nada, dejar la plaza tal cual existía. Su diagnóstico es que funcionaba muy bien para la comunidad. Un pensamiento a años luz del funcionalismo de Le Corbusier.
Algo similar requerimos en la discusión sobre la vivienda social en México y los nuevos modelos que no pasan por la familia tradicional. En estos días, toda la infraestructura de vivienda de la Ciudad de México está tan enfocada en la reconstrucción por el sismo de 2017 que no alcanza a proponer otra discusión pública y son los entes privados quienes tienen en sus manos el futuro de la vivienda local.
La discusión está abierta.
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